Sacrificio de alabanza

Dr. Roberto Miranda
Dr. Roberto Miranda

: La hija de Frank resultó gravemente herida en un accidente y fue ingresada en una institución mental. Luego de siete años, Frank se enfureció con Dios por permitir que su hija estuviera en esa situación. Dios le pidió que lo alabara por eso, pero Frank se negó. Sin embargo, después de un cambio de corazón, Frank agradeció a Dios por la situación de su hija. En ese momento, su hija lo reconoció y lo abrazó. Finalmente, la hija volvió a casa con su familia. La historia demuestra que Dios siempre quiere que lo alabemos, sin importar las circunstancias.

Al comienzo de su libro, La alabanza da resultado, Merlin Carothers relata esta fascinante historia: Frank Foglio, autor de ¡Hey, Dios! Y director internacional de Full Gospel Business Men, me contó uno de los casos más interesantes de libertad por medio de la alabanza que yo haya oído jamás.

La hija de Frank resultó herida en un accidente automovilístico. Su cráneo resultó severamente dañado, y aunque se elevaron muchos miles de oraciones por su restablecimiento, su condición iba empeorando gradualmente. Finalmente, tuvo que ser puesta bajo la custodia “sin esperanza” de una institución para enfermos mentales. Era el mismísimo final del proceso.


Los pacientes del pupilaje estaban tan apartados de la realidad, que sus familiares raramente iban a visitarlos. Un paciente había permanecida atado durante doce años a causa de su violencia. Otro permanecía sentado, pasivo, sin mirar a ningún sitio, y sus ojos vacíos reflejaban un cerebro en el que no había nada. Había otros que permanecía rígidos en sus camas, sin vista ni movimiento. Vegetales. La hija de Frank había despedazado su camisa de fuerza y había intentado ahorcarse con una sábana de su cama.


Habían transcurrido siete años desde el accidente, y la absoluta desesperanza de la situación empezó a hacer mella en aquel auténtico italiano. La fe de Frank en Dios empezó a debilitarse. En un viaje verdaderamente difícil a la institución, Frank se puso a discutir con Dios. “¿Cómo puedes ser un Dios de amor? Yo no permitiría que una cosa así le sucediera a mi hija si tuviese poder para prevenirlo. Tú podrías sanarla. Pero no quieres. ¿No amas a la gente ni siquiera como yo? No, no debes amar”.


Frank sintió que crecía su enfado contra Dios. “Alábame”, le dijo una Voz. “¿Por qué?”, replicó Frank. “Alábame porque tu hija está donde está”. ¡Nunca!—escupió—. Preferiría morir antes que hacerlo”. Dios no tenía derecho a pedirle que lo alabara cuando no quería cumplir con su tarea de mostrar su amor por la gente.


Frank recordó que había oído una cinta que hablaba de dar gracias por todo. Había sido movido profundamente por el mensaje, pero en aquel momento no tenía humor para ponerlo en práctica. “Agradéceme que tu hija esté exactamente donde está”, volvió a decir la Voz. Dios, no puedo alabarte aunque lo intente. Y no voy a intentarlo, porque no creo que pueda”.


Mientras Frank continuaba su camino hacia el asilo mental, el Espíritu Santo obró en su corazón, y sintió que su actitud comenzaba a dulcificarse. “Bien, Dios, te alabaría si pudiera—dijo--, pero es que no puedo. Al cabo de un rato confesaba: “Yo te alabaría, pero Tú tienes que ayudarme”.


Tras llegar a la institución, Frank tuvo que cumplir los requisitos necesarios para conseguir el permiso de entrar en la parte más restringida de uno de los edificios. Siempre le llevaba bastante rato entrar en la sala en que estaba su hija. A veces se maravillaba que continuara yendo a verla. Su hija no lo reconocía. No lo distinguía de una piedra del suelo.


Finalmente, Frank llegó a la última sala de espera, que lo separaba de la celda. Faltaba por abrir una puerta de acero. Mientras permanecía frente a ella, Frank Foglio escuchó una vez más la voz calmosa y firme de Dios: “Agradéceme que tu hija esté exactamente donde está”.


La desobediencia, la falta de voluntad, la dureza de corazón se habían derretido. El pétreo corazón del enfado y la amargura habían sido reemplazados de alguna manera por un corazón de carne. Frank, con la garganta oprimida por la emoción, murmuró su rendición: “De acuerdo, Dios. Te agradezco que mi hija esté donde está. Reconozco que la amas más que yo”.


En aquel momento, una voz vagamente familiar gritó: “¡Quiero ver a mi papá, quiero ver a mi papá”! el asistente abrió la puerta y Frank corrió a la habitación de su hija. En su sano juicio, ella abrió sus brazos y abrazó a su padre. Enfermeras, asistentes y guardianes se juntaron para llorar de gozo.


Frank me ha dicho: “Di a todos que nuestra hija está ahora en casa con nosotros. Que sabemos que Dios siempre quiere que lo alabemos, a pesar de las apariencias que las cosas presenten”.

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