Cuenta tus bendiciones
Alberto González MuñozUna anciana que asistía con regularidad a la primera iglesia donde trabajé al graduarme del Seminario, se quejaba constantemente y percibía las pequeñas inconveniencias de la vida como si fueran enormes tragedias. La menor enfermedad o dolencia lograba sumirla en una gran depresión.
Fui a visitarla porque estaba con un dolor en un brazo y la encontré, como siempre, quejosa y afligida en grado sumo, sentada en un rincón de su casa. Su rostro expresaba un desánimo evidente. Tratando de animarla, la saludé con simpatía y cariño y le expresé con mis mejores deseos:
—Hermana, usted tendrá dolor en su brazo pero se ve muy bien, ¡tiene una larga vida por delante!
En vez de agradarle mis palabras, ella se ofendió y me contestó despectivamente:
— ¿Una larga vida por delante? Bien se ve que no tienes el dolor que yo estoy padeciendo. Como eres tan joven no te das cuenta de lo que puede sentir una anciana como yo. Si yo estuviera como tú, tampoco me quejaría de nada-.
Sus palabras fueron dichas con amargura, como si mi juventud y mi salud le molestaran. Y allí mismo comenzó una descripción detallada de todos sus dolores, calamidades y aflicciones familiares.
Le escuché con calma, como siempre hacía, pensando en cómo animarla. Sinceramente, más que escucharla estuve preparando mi discurso para cuando ella terminara. A fin de cuentas la misma historia la había oído muchas veces y ya estaba un poco cansado de sus letanías. De modo que cuando me dio oportunidad, le dije:
—Perdóneme lo que voy a decirle. ¡Usted está mucho mejor que yo! ¿Sabe qué? Tiene 80 años. Ha vivido una larga vida, tiene una familia, hijos, nietos y mucha gente que la quiere y la cuida, aunque parece que usted no se da mucha cuenta de eso. Tiene una buena casa, un esposo que aún vive y que la adora. Yo, sin embargo, tengo solo 20 años, ¿qué le parece? Estoy lejos de mi familia, vivo solo, todavía no me he casado y lo peor es que no sé cuánto tiempo voy a vivir. Sus ochenta años, señora, ya nadie se los quita y los míos están por ver. En definitiva usted está mucho mejor que yo. Mire, no voy a orar por su dolor en el brazo, lo que haré será agradecer a Dios las muchas bendiciones que él le ha dado a usted, y usted va a orar por mí para pedirle que me conceda una larga vida y que yo pueda disfrutar siquiera algunas de las muchas bendiciones que ya usted ha disfrutado. ¿Qué le parece?
Reconozco que mi discurso fue un poco agresivo. No obstante, ella abrió los ojos sorprendida... pero terminó sonriendo, algo no muy común en ella, y tomándome las manos me dijo:
—Tienes toda la razón. ¡Es el mejor sermón que te he escuchado jamás! En realidad el dolor de mi brazo no es nada del otro mundo.
Tenemos que valorar las muchas bendiciones que recibimos en la vida y no dejarnos deprimir por nimiedades.
¡Dios les bendiga! "Cuenta tus bendiciones":